domingo, 21 de marzo de 2010

MISTERIOS DE LA VIOLENCIA (por Víctor Orozco)

A propósito de los asesinatos ocurridos en el Tec de Monterrey, en otras partes de la República se están haciendo las mismas preguntas que ahora se hacen aquí. La muerte lamentable de estos jóvenes brillantes, alumnos de unos de las más importantes instituciones privadas de educación superior en el país ha sido imposible de ocultar más allá de 12 horas; ojalá haga reflexionar sobre los casos de otras víctimas que ocurren diariamente, pero que son invisibles para los grandes medios de difusión porque se trata de indígenas, campesinos o trabajadores pobres de la ciudad. De ello trata el artículo que nos envía Víctor Orozco.

Misteriosa violencia, por VICTOR OROZCO
El pasado lunes a las ocho de la mañana recibí un correo de una persona quien desde Creel comunicaba que hacía más de tres horas se encontraba con su familia pecho a tierra escuchando una incesante balacera en las calles. Al día siguiente, supimos por la prensa que una gavilla de comandos armados había tomado el pueblo, asesinado a ocho personas y herido a otras tantas. También se informó que efectivos militares y policías exploraban los caminos aledaños a Creel y San Juanito buscando a los autores de los crímenes, quienes se transportaron en diez y seis camionetas.
La maravilla de las comunicaciones modernas: centenares o miles de personas en todo el mundo nos enteramos en tiempo real de la tragedia que estaba ocurriendo en este centro turístico de la sierra chihuahuense. Con certeza entre los informados estaban los parientes de los visitantes europeos que usualmente llegan allí a bordo del ferrocarril. (Por cierto, el único de pasajeros que nos quedó en el país después del desmantelamiento zedillista). Sin embargo, de la atrocidad no pudieron darse cuenta los militares y policías ubicados en retenes colocados a lo largo de la carretera desde la ciudad de Chihuahua, quienes hubieran podido llegar al pueblo y aprehender a los delincuentes. Por el lapso que duró el asalto y tomando en cuenta la capacidad de traslado de tropas que tienen hoy las fuerzas armadas, de hecho podrían haberse transportado desde la ciudad de México y llegar a tiempo. No lo hicieron, cuando es seguro que los teléfonos de las oficinas y los celulares de los oficiales timbraban sin cesar. Y nadie sabe porque no se movieron. Es un misterio.
Sigue siendo de igual manera un enigma porque en Ciudad Juárez, los llamados sicarios pueden atravesar la ciudad, llegar a una fiesta, a un bar o a un funeral y ametrallar a los presentes, sin que ninguno de los miles de soldados y policías que recorren sus calles los detengan y ni siquiera adviertan la presencia de sus ostentosos vehículos. O cómo es que en Reynosa y Camargo, circulan camionetas llenas de hombres armados e identificadas con letreros presuntamente asociados al cártel del golfo. Ninguna autoridad las ataja, no obstante que siembran el terror a su paso.
Hace poco, preparando una reseña para el libro Las Armas del Alba de Carlos Montemayor, releía los Extras que entonces se acostumbraban, sacadas por el periódico Norte de la ciudad de Chihuahua. El asalto al cuartel de Madera, sobre el cual versa la novela, ocurrió en la madrugada y duró menos de una hora, pero puso en movimiento inmediato a todo el aparato del estado, desde el gobernador hasta los secretarios de Gobernación y Defensa. Por supuesto, al presidente de la República. Muy pronto arribaron varias columnas de soldados y desde al aire, un batallón de paracaidistas. Eso fue hace cerca de medio siglo, cuando las comunicaciones eran bastante primitivas si se comparan con las de hoy en día. Y, me pregunto, ¿Actuarían igual las tropas si los atacantes en Creel fuesen guerrilleros en lugar de delincuentes?. ¿Recibirían las mismas órdenes de no intervenir que probablemente les trasmitieron sus altos mandos?.
El procurador general de la República y el secretario de seguridad pública, entretanto, se ufanaron hace poco en ofrecer a la concurrencia convocada por el presidente, un elegante power point mostrando los avances reflejados en la disminución de los crímenes. A los funcionarios les parece incomprensible que nadie haya creído en sus números. Ni un solo despistado han podido conquistar para su versión. Tal vez si abandonaran sus bunkers de la ciudad de México y cambiaran su residencia por un mes a Ciudad Juárez o al menos al estado de Chihuahua, para vivir en las mismas condiciones que la mayoría, entenderían la causa de la incredulidad ciudadana. Hasta ellos desconfiarían de las estadísticas oficiales que contradicen a los recuentos y a las evidencias diarios. Es más, si se tratase de servidores públicos sensatos y congruentes con sus deberes, acabarían por desechar la escenografía, repudiar la faramalla del combate a la delincuencia y renunciar a sus puestos. ¿Lo harán?.
Muchos, muchísimos otros aspectos de esta guerra inverosímil están envueltos en la bruma. Se repite constantemente que en las calles de las ciudades y en los campos, los grupos de narcotraficantes libran una batalla en la que se están aniquilando. Sin embargo, muy poco sabemos de las víctimas. Sólo en raras ocasiones se difunden sus perfiles: si eran estudiantes, profesores, obreros, empresarios. Las autoridades no muestran interés en llevar a cabo un seguimiento sistemático de quiénes son los muertos y los heridos. Apenas si se consignan nombres el día de las ejecuciones y luego, pasan a ser una pura cifra en los registros periodísticos. El primer dato, como se sabe, para descubrir a un criminal lo proporciona su víctima. En el México de estos tiempos, no hay espacio para averiguar casi nada. Así que hemos de conformarnos con supuestos y con esas extendidas inferencias-imputaciones: “En algo andaría”, “Son pleitos entre pandillas”. Pero, no salimos del misterio. Tampoco lo hacemos cuando se oye de las organizaciones y personajes del crimen. Escuché a un periodista la semana pasada aseverar que no existen los tales carteles. Ni la Línea, ni la Familia, ni los Zetas. También los famosos criminales sean quizá pura invención: ¿Quién ha sabido del afamado Chapo Guzmán a ciencia cierta?, me insistía el reportero. Es probable que tal percepción constituya una desmesura en el escepticismo generalizado, pero no carece de fundamentos. Basta una cartulina, una declaración de algún reo –casi siempre inducida- una nota periodística y ya está: tenemos una nueva agrupación criminal o corroboramos la existencia de alguna fantasma.
Otro enigma: ¿Cómo es posible que la policía logre identificar al autor de decenas y aún centenares de homicidios apenas sí se le aprehende?. No hay lector que pueda evitar la perplejidad cuando se informa que sutano o mengano confesó la comisión de todos estos incontables asesinatos, secuestros y extorsiones. ¿Llevaría una cuenta puntual sobre personas, tiempos y lugares?. Y, suponiendo que excepcionalmente se detuviera a uno de estos sicarios expertos en la contabilidad y en los registros de datos o al menos propensos a estos ejercicios: ¿Cómo es que el caso se repite una y otra vez?. ¿Todos son contadores?.
Podría agrandar la lista de misterios sobre la violencia delictiva que golpea cada vez con mayor dureza y a una geografía cada vez más extensa en el país. Quedémonos con éstos. Son suficientes para revelar no sólo el fracaso de la estrategia oficial para frenarla, sino también para entender las razones alimentadas hoy por la mayoría de los ciudadanos para exigir que el ejército salga de las calles y regrese a los cuarteles, que se conformen cuerpos policíacos inteligentes y se acabe con la impunidad –casi absoluta- que socava a la nación. Y también, que renuncien a sus puestos los funcionarios públicos responsables de este monumental y sangriento desastre.

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