

La cálida noche del 28 de junio de 1991, una espléndida estructura resaltaba soberbia contra la oscuridad en el centro de Monterrey: era el Museo de Arte Contemporáneo (MARCO) que en su noche de inauguración recibía a la crema y nata de la sociedad burguesa y a la exigua intelectualidad regiomontana.
De las limusinas y lujosos automóviles descendían en elegante desfile damas con largos vestidos de noche y caballeros de riguroso smoking, llamados a ser testigos de honor de la ceremonia que estaba por iniciar y contaría, desde luego, con la presencia del C. Gobernador del Estado, Lic. Jorge Treviño Martínez, para cortar el listón que daría paso no sólo a un moderno museo, sino a las aspiraciones materializadas de una vida cultural del Primer mundo.
De pronto, el fastuoso escenario se convirtió en una plebeya confusión. Un prolongado silbatazo fue la señal de que el mandatario estatal había ingresado ya al recinto y, en unos cuantos segundos brotaron de todos los rincones de la Plaza Zaragoza y sus alrededores más de doscientos hombres y mujeres, muchos de ellos cargando niños, para plantar su contrastante presencia en la entrada del edificio, desplegando de inmediato los motivos de esta ingrata e inesperada visita. Mientras un grupo de enlutadas mujeres encendía velas alrededor de un sepulcro bajo el adefesio de Juan Soriano, adelantando los presagios de muerte por el temido cólera que llegaba causando estragos en las comunidades sin agua potable y sin drenaje, decenas de pancartas mostraban letreros y fotos con penosas escenas de miseria, de fecalismo al aire libre, de pozos negros llenos hasta el tope, de llaves sin agua rodeadas de cubetas desoladoramente secas y de letreros que preguntaban o desafiaban: “Señor Gobernador, ¿cuándo va a inaugurar el Museo de la Miseria en las colonias proletarias del Topo Chico?”.
Habíamos logrado sorprender y rebasar a los cuerpos de Seguridad del Estado. No habían detectado nuestra presencia, dispersos en los corredores de la plaza, en el viejo kiosco, ocupando las bancas, aguardando en el atrio de Catedral. Cada quien llegó por su cuenta, nadie se reconocería, todos puntuales para actuar a la señal convenida. Planeamos ese acto como última y desesperada acción para obligar al Gobernador a cumplir su promesa de introducir los servicios de agua potable y drenaje sanitario antes de terminar su sexenio. Y esta fecha se acercaba inexorablemente.
Aún la pura promesa había costado numerosas movilizaciones, marchas, plantones, visitas a consulados y a líderes políticos y religiosos, entre otras formas de protesta y de presión que tratábamos de hacer novedosas para romper el cerco de silencio de la prensa.
Cuando representantes del Gobernador quisieron, ya con buenas, ya con malas razones movernos del lugar con las mismas promesas de siempre, se dieron cuenta que el coraje, la indignación, por vivir ya casi veinte años en esas inhumanas condiciones, no admitirían más demoras. O nos quitaban por la violencia de ahí, delante tan pulcra audiencia, o nos daban la razón, autorizando el presupuesto para dotar de los servicios básicos a cientos de familias proletarias desahuciadas por el ínfimo presupuesto municipal, pues en aquella época no existían aún los fondos de PRONASOL.
Mientras tanto, un bizarro espectáculo se generaba: los visitantes retrasados bajaban con toda la prisa de su impuntualidad, pero al toparse de pronto con la desarrapada multitud, reculaban primero, luego corrían hacia la entrada, mientras las damas trataban de proteger sus joyas de la vista ajena y los caballeros se protegían con las damas de una amenaza inexistente, porque no había ninguna palabra ni ademán en su contra. Quién sabe que escenas de espanto dieron por imaginarse los de adentro, sobre todo cuando los sedientos advirtieron que de no contar con la presencia del Gobernador en un plazo razonable, pasarían a buscar la plática con él dentro del edificio, el caso es que después de tensos instantes el entonces Secretario de Gobierno, Lic. Natividad González Parás, salió a toda prisa con su distinguida esposa, la colocó en un vehículo y se devolvió para entregar a la chusma que no cejaba de entonar consignas, el compromiso por escrito del C. Gobernador, por el cual se comprometía a realizar las obras de introducción de los servicios reclamados.
En esta ocasión si cumplió su palabra Jorge Treviño Martínez. Cientos de familias pudieron contar con estos servicios por primera vez después de 15 a 20 años. “Valió la pena tener que ponerse esas garras”, decía la gente, recordando el llamado a vestir las mejores ropitas para pasar desapercibidos. Y creció la confianza en el poder de la unidad y la organización de los pobres.